¿He dicho alguna vez que odio las franquicias, en particular las de comida? Odio ese aspecto impersonal, frío y monótono que tienen. Odio que me sirvan la comida en plásticos, que me atiendan personajes con gorra de béisbol, que me pregunten mi nombre para llamarme cuando el pedido esté listo, que haya cubos de basura para que tires los desperdicios cuando termines y deposites la bandeja encima, que vayas donde vayas siempre sea todo exactamente igual, que antepongan las palabras "nuestro" y "atrévete" a los platos ("prueba nuestro...", "atrévete con...", "atrévete con nuestro..."), que no descongelen bien las cosas y estén frías por dentro, que decoren los locales con cuadros que pretendan pasar por antiguos (especialmente de Coca-Cola), que me atiendan chavales de 16 años que están ahí "pa sacarse unas pelas", que el camarero sea un sudamericano con un pañuelo rojo al cuello en un restaurante navarro o que sea un español con poncho y sombrero en uno mejicano, que estén por todos sitios, que no haya un puto bar con personalidad, único, ...
¿Dónde está el bar de la esquina con mugre en el extractor de humos, con olor a refrito, regentado por un taxista retirado con el mando de la tele en la mano y el palillo en la boca? ¿Es un comercio en peligro de extinción?
¿Para cuándo las franquicias de personas? Otro día hablaré de lo mucho que odio "el bien común", "la conciencia social", "el equipo", "el capital humano", "la integración social", "el plenamente adaptado", ...
A la gente de Delocator creo que tampoco le gustan las franquicias.
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