1 feb 2009

Crónicas de la tormenta

La tormenta nos pilló en uno de los mejores buques. Desde la cubierta veíamos como pequeñas embarcaciones eran engullidas por las enormes olas. Algunos lograban resistir varias embestidas pero al final también sucumbían. Incluso cayeron yates y hasta alguna fragata. Ciertas embarcaciones, anticipándose a su inevitable destino intentaban prescindir de parte de su pasaje diciéndoles que los pondrían a salvo en pequeñas lanchas salvavidas. Cuando lo que les hubiese salvado realmente la vida hubiese sido quedarse a bordo. Pero los patrones lo tenían claro: tanto peso está lastrando el barco. La gente de las lanchas salvavidas pedía auxilio, pero ante semejante tempestad, ¿quién se iba a arriesgar a recoger a ningún náufrago?

En los grandes buques como el nuestro se afanaban en achicar agua. Eran grandes navíos, diseñados para resistir, con compartimentos estancos y bombas para sacar agua. Mirando por el catalejo, intentábamos averiguar, no lo que ocurría en la cubierta de los demás navíos, que eso se veía a simple vista, sino lo que estaba pasando en sus bodegas, ¿cuántos víveres quedaban?, ¿estaba la sala de máquinas inundada? No era plato de buen gusto ver como un barco vecino se venía abajo. Si la tormenta duraba lo suficiente, tarde o temprano, nuestro casco cedería también.

Por aquel entonces, mis labores consistían en reparar y ensamblar las velas que habría que izar cuando la tormenta amainase y volviese a soplar viento favorable; por lo que pasaba largas temporadas en cubierta cerca del palo mayor. Eso me puso, sin quererlo, en una situación de ventaja: podía trabajar estando amarrado al mástil.[ ]



"The shipwreck" de William Adolphus Knell, 1856

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