Acabo de llegar de unas reconfortantes tres semanas de vacaciones en España. Volver a casa de vez en cuando siempre es agradable. Pero después de siete meses donde la cultura y el día a día japonés han sido mi referente, estuve un poco perdido en mi propia tierra durante los primeros días.
Aquí va una enumeración de cómo vi las cosas los primeros días de vacaciones en España:
Me sorprendió, sobretodo, el ambiente de aparente caos. Bullicio y ajetreo, no sólo en las calles, sino en los comercios, locales y lugares de trabajo. La gente habla a gritos. Si no entendiese lo que dicen pensaría que están discutiendo. Las calles están sucias, hay cagadas de perro por las aceras, colillas de cigarro y manchas de chicles por doquier. El tráfico es muy ruidoso y la conducción muy agresiva: acelerones, frenazos y pitidos. Los coches aparcan donde quieren. Parece que con poner las luces de emergencia ya basta. Hay ciertos semáforos llamados "de mentira" que se pueden saltar porque son sólo para peatones. Los peatones cruzan por donde les da la gana, cruzan en rojo, por mitad de la calle o la carretera. Cuando se paran en un semáforo se quedan al mismísimo borde de la acera y parece que de un momento a otro se van a tirar a la carretera; de hecho me da miedo pasar cerca de ellos con el coche. Los bares están llenos de gente a todas horas. Sorprende todavía más ver los bares llenos por la mañana. Cuando se supone que la mayoría de la gente tendría que estar trabajando, los trabajadores salen a "desayunar". Un ritual de duración indeterminada pero de claros efectos sobre la productividad. Esa es otra, la productividad. Sólo un ejemplo: por motivos que no vienen al caso, un día entré en un hospital y del camino que va de la puerta hasta la habitación del paciente me crucé con bastante personal y ni uno sólo estaba dedicado a sus labores: la recepcionista de charla con la otra mientras se lima las uñas, el de la cafetería lee el periódico, al volver la esquina del pasillo, dos empleados, una con uniforme y otro de calle, critican a un tercero; más delante, dos "señoras de la limpieza" con sendos carros con fregonas y trapos hablan de sus hijos; junto a la habitación, las cuatro enfermeras de la planta charlan sobre las vacaciones de una de ellas.
A pesar de que los primeros días estaba casi alucinado con todas estas cosas, enseguida me adapté de nuevo. Quiera o no, es el medio en el que he crecido y en el que me se mover. El orden, la paz y la armonía que se viven en Japón, a pesar de sonar muy bonito, no son mi sitio. Comparando ambos lugares y culturas, admito que me siento cómodo en ese pequeño caos y suave anarquía españoles (o latino si se quiere). En contraste con la obediencia casi ciega de un japonés, las normas sociales y leyes son para el español una guía, pero es el propio individuo el que piensa por sí mismo y decide qué hacer. Y eso me gusta.
Aquí en Japón la presión social y cosas como el deber y el honor están tan presentes, grabados a fuego en la mente desde que son pequeños que el individuo como tal casi no existe. Está anulado por el bien del enjambre. Pero bueno, el como viven y como son los japoneses es otra historia que ya contaré en otro momento.
Aquí va una enumeración de cómo vi las cosas los primeros días de vacaciones en España:
Me sorprendió, sobretodo, el ambiente de aparente caos. Bullicio y ajetreo, no sólo en las calles, sino en los comercios, locales y lugares de trabajo. La gente habla a gritos. Si no entendiese lo que dicen pensaría que están discutiendo. Las calles están sucias, hay cagadas de perro por las aceras, colillas de cigarro y manchas de chicles por doquier. El tráfico es muy ruidoso y la conducción muy agresiva: acelerones, frenazos y pitidos. Los coches aparcan donde quieren. Parece que con poner las luces de emergencia ya basta. Hay ciertos semáforos llamados "de mentira" que se pueden saltar porque son sólo para peatones. Los peatones cruzan por donde les da la gana, cruzan en rojo, por mitad de la calle o la carretera. Cuando se paran en un semáforo se quedan al mismísimo borde de la acera y parece que de un momento a otro se van a tirar a la carretera; de hecho me da miedo pasar cerca de ellos con el coche. Los bares están llenos de gente a todas horas. Sorprende todavía más ver los bares llenos por la mañana. Cuando se supone que la mayoría de la gente tendría que estar trabajando, los trabajadores salen a "desayunar". Un ritual de duración indeterminada pero de claros efectos sobre la productividad. Esa es otra, la productividad. Sólo un ejemplo: por motivos que no vienen al caso, un día entré en un hospital y del camino que va de la puerta hasta la habitación del paciente me crucé con bastante personal y ni uno sólo estaba dedicado a sus labores: la recepcionista de charla con la otra mientras se lima las uñas, el de la cafetería lee el periódico, al volver la esquina del pasillo, dos empleados, una con uniforme y otro de calle, critican a un tercero; más delante, dos "señoras de la limpieza" con sendos carros con fregonas y trapos hablan de sus hijos; junto a la habitación, las cuatro enfermeras de la planta charlan sobre las vacaciones de una de ellas.
A pesar de que los primeros días estaba casi alucinado con todas estas cosas, enseguida me adapté de nuevo. Quiera o no, es el medio en el que he crecido y en el que me se mover. El orden, la paz y la armonía que se viven en Japón, a pesar de sonar muy bonito, no son mi sitio. Comparando ambos lugares y culturas, admito que me siento cómodo en ese pequeño caos y suave anarquía españoles (o latino si se quiere). En contraste con la obediencia casi ciega de un japonés, las normas sociales y leyes son para el español una guía, pero es el propio individuo el que piensa por sí mismo y decide qué hacer. Y eso me gusta.
Aquí en Japón la presión social y cosas como el deber y el honor están tan presentes, grabados a fuego en la mente desde que son pequeños que el individuo como tal casi no existe. Está anulado por el bien del enjambre. Pero bueno, el como viven y como son los japoneses es otra historia que ya contaré en otro momento.
1 comentario:
Una de las cosas que más me revienta cada vez que vamos a España es comer con la tele puesta y para colmo tragarte la basura de los telediarios. ¿Hay algo más gore tragarte ese puchero de agosto mezclado con el último hachazo asestado por un hombre a su mujer y las consiguientes declaraciones del vecindario sorteando el reguero de sangre aún fresca en los pasillos... "... parecía mu normá y un buen mushasho"...?
Publicar un comentario