Los últimos tres días

«Los últimos tres días. Ni un minuto separados; llorando cogidos de la mano por los sembrados de la huerta ya agostados; subiendo a las lomas para sentarnos en la cumbre con el aire secando nuestras lágrimas; bajo los avellanos, jurando que no nos olvidaríamos; junto a las fuentes, arrancando los juncos con exaltada ira, maldiciendo nuestro cruel destino, desesperados pidiendo a Dios que nos matase, pues no teníamos valor nosotros para hacerlo. Las noches fueron de llanto y delirio, y los amaneceres nos cogían desnudos sobre la cama, temblando de frío, unidos en el sexo, con las bocas secas, los brazos y las piernas mordidos, los pechos arañados. No hubo tiempo, en los tres últimos días para ver ni oler las últimas flores, ni oír los últimos píos de las golondrinas que también se iban, ni para ayudar a Ubecar a contar las cabras cuando regresaban por la noche con el niño pastor, ni escuchar cantos ni sones de guitarra del mulero el-Morraf, ni para hablar con Brahim, ni jugar con el perrillo canelo, ni hubo tiempo siquiera, en los tres días, de comer nada de los que nos preparó, con cariño y pena, la buena Zaara. La última noche yo no teníamos ni fuerzas para llorar, pero pese a todo ni ella ni yo consentimos que se nos cerrasen los ojos. Con quejidos, suspiros, susurros y lamentos nos sorprendió la primera clara del día. Aisca se levantó y, por última vez, la vi desnuda ante mí. Luego se fue hacia la puerta y en el umbral me dijo: "Si puedes y quieres, vuelve. Jamás te olvidaré. Si lo deseas, ahora también puedo abrirme las venas y morir desangrada ante tus ojos. Pídemelo y lo haré, que ya sí puedo". No me fue posible decir palabra alguna, ni tuve fuerza ni valor para darle el último abrazo. Seguí en la cama, llorando a lágrima viva, como nunca había llorado, ni volvería a llorar, con la vista clavada en la puerta por la que al fin se fue la niña morisca, que antes de cerrar la puerta me envió en lágrimas su última sonrisa.»

Felipe Romero - El segundo hijo del mercader de sedas